TRAMAS SOCIALES | REVISTA DEL GABINETE DE ESTUDIOS E INVESTIGACIONES EN SOCIOLOGÍA (GEIS)
ISSN: 2683-8095
Nº 03 | Año 03 |Septiembre 2021
Sin gafas violetas. Reflexiones sobre la presencia inferida de las mujeres en las políticas sociales
No violet glasses. Reflections on the inferred presence of women in social policies
Recepción: 04/03/2021 - Aceptación: 08/04/2021
Páginas: 71-100
Pizarro, Tatiana Marisel[1]
Resumen
Realizamos una exploración teórica acerca de la concepción de la ciudadanía de las mujeres y su presencia en las políticas sociales. Nos centramos entonces en el modo en que los Estados expresan la necesidad de proteger y promover los derechos de toda la ciudadanía; pero, particularmente, en lo referido a las mujeres. Para lograrlo, hacemos un planteo epistemológico e, incluso, ontológico sobre las realidades de las mujeres. Ante esto, dividimos el manuscrito en tres partes. En la primera realizamos un recorrido por la conceptualización de ciudadanía femenina. En la segunda parte, hacemos un desarrollo conceptual de lo que distintos/as autores/as denominan política social. Finalmente, en base a los apartados previos, realizamos un breve recorrido por el sistema previsional argentino, con el propósito de mostrar como ejemplos de políticas sin perspectiva de género al Plan de Inclusión Previsional, devenido luego en la Pensión Universal por el Adulto Mayor, debido a la externalidad positiva de estas medidas en función a la realidad de las mujeres y la equidad de género.
Palabras claves: Políticas sociales; perspectiva de género; ciudadanía femenina; mujeres
Abstract
We carry out a theoretical exploration about the conception of women's citizenship and its presence in social policies. We then focus on the way in which States express the need to protect and promote the rights of all citizens; particularly with regard to women. To achieve this, we make an epistemological and even ontological approach to the realities of women. For this, we divide the manuscript into three parts. In the first, we take a tour of the conceptualization of female citizenship. In the second part, we make a conceptual development of what different authors call social policy. Finally, based on the previous sections, we made a brief tour of the Argentine social security system, with the purpose of showing as examples of policies without a gender perspective the Plan de Inclusión Previsional and the Pensión Universal por el Adulto Mayor, due to the positive externality of these measures for equity, the situation of women and gender equity.
Keywords: Social policies; gender perspective; female citizenship; women
Introducción
Las políticas sociales operan como organismos pluricelulares, cuyas partes se relacionan y confluyen entre sí. Una política, no es igual a la otra, y el sujeto sobre el que actúa tampoco lo es, lo que determina su singularidad al definir el tipo de política que es. Su existencia es casi axiomática: siempre hay política social, del mismo modo que siempre hay Estado (Danani, 2009, p. 34). Esta influencia sobre un sujeto hace referencia a las intervenciones sociales. La política social procede a través de intervenciones, pero no toda intervención social es política social. En otras palabras, “no se debe reducir la definición de política social a política contra la pobreza” (Danani, 2009, p. 33). En cada sociedad, las intervenciones sociales del Estado “amparan” grupos, cobijan sus intereses, a través de acciones institucionalizadas, producen sus condiciones de vida y de reproducción. En este punto es en el que nos centramos para realizar una reflexión teórica sobre la necesidad de la existencia de una perspectiva de género en las políticas sociales: la toma en consideración por parte del Estado de las realidades de las mujeres a la hora de crear medidas.
Ante esto, trabajaremos sobre la hipótesis de lo imperioso que es para el Estado adoptar una perspectiva de género[2] en la observación y creación de las políticas sociales, ya que hacerlo permitiría mostrar esos lugares comunes -y naturalizados- ocupados por mujeres y varones dentro de nuestra sociedad; asimismo, motivaría el cuestionamiento acerca de las asimetrías de poder que mencionaremos en el artículo. Para esto, es preciso hacer alusión a la transversalización de género como mecanismo que permita acometer contra las desigualdades políticas, económicas, sociales que tengan como factor de influencia a los géneros. Esto conllevaría a que el Estado pusiera el foco en los procesos de creación y aplicación de las políticas sociales desde una perspectiva de género.
Este artículo se divide en tres segmentos. En el primero nos enfocamos en la conceptualización de ciudadanía femenina. En el segundo, realizamos un desarrollo conceptual de lo que distintos/as autores/as denominan política social. Finalmente, en base a los apartados previos, realizamos un breve recorrido por el sistema previsional argentino, con el propósito de mostrar como ejemplos de políticas sin perspectiva de género al Plan de Inclusión Previsional, por lo que también se hará una breve alusión a la Pensión Universal por el Adulto Mayor, debido a la externalidad positiva de estas medidas para las realidades de las mujeres y la equidad de género.
Para cumplir con el propósito planteado, acoplamos la mirada de los estudios de género a las políticas públicas. Es así como, bajo esta perspectiva analítica, resulta de gran interés puntualizar la presencia de las mujeres en el Sistema Previsional Argentino -SIPA-, poniendo foco especialmente en los programas previamente mencionados. Las reflexiones que constituyen a este artículo devienen de un análisis teórico-crítico, que pretende ser la llave para abrir nuevos debates sobre el diseño, gestión y creación políticas públicas desde un enfoque más inclusivo.
1. La insoportable levedad del ser… mujeres
Por décadas, la conceptualización de género estuvo íntimamente relacionada con lo biológico. El cambio estuvo dado a partir de las décadas del ‘60 y ‘70, cuando diversas investigaciones demostraron que esa correlación no existía. En 1972, por ejemplo, la socióloga feminista Ann Oakley explicó que lo sexual era uno de los rasgos que permitía diferenciarnos, más no era un aspecto biológico estático. Por lo contrario, podía ser cambiante por diversas causas –desde políticas a socioculturales- (Ariño, 2013). Al respecto, Joan Scott (1997) menciona al género como una forma de comprender socioculturalmente aquellas diferencias sexuales entre varones y mujeres. Para la autora es en el género donde se dan las relaciones de poder, basadas en la distribución de lo material y lo simbólico.
En sí, el concepto género ha tenido –y tiene- un abordaje académico amplio, diverso y político. En este sentido, nos interesa el desarrollo teórico propuesto por Butler (1990) que ve en el género una forma de existir el propio cuerpo –un constructo meramente cultural-, Joan Scott (1992) que lo postula como parte de las relaciones sociales –y, por ende, del poder- y Pateman (1996), quien se centra en las subordinaciones existentes en la vida social, económica y política a partir de la definición de los géneros. Esto se debe a que socialmente se les atribuyen determinados roles a lo femenino y lo masculino[3], que van más allá de las subjetividades, sino que están dados por lo natural que deriva de lo sexual-biológico. Es la sociedad patriarcal y androcéntrica la que reproduce esta forma de concebir la realidad, en la que “el origen de tales diferencias en los roles y comportamientos sociales, políticos y económicos se asume según la ideología patriarcal dominante, como natural e inevitable a partir del sexo de cada quien” (Naranjo, 2002, p. 23).
La explicación respecto al género que conlleva a la arbitrariedad de la naturaleza y a la biologización es propia del patriarcado. Fue por esto por lo que en las décadas del ’60 y ’70, los distintos movimientos feministas buscaron diferenciar/separar al binomio sexo-género, táctica que permitió subrayar los reduccionismos biologicistas que surgían como consecuencia de asignársele a las mujeres determinados roles sociales y a los varones, otros. Es decir, diferenciar al género del sexo permitió explicar aquellos fundamentalismos sexistas que justificaban las inequidades.
Por siglos, la naturalización de la desigualdad a través del sexo fue una estrategia política que justificó la designación de lugares en la sociedad, que no fue más que estipulada por constructos culturales impuestos. En este sentido, la antropóloga Gayle Rubin explica que el binomio sexo-género es “el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (1975, p. 97).
En esta línea, se puede interpretar que el género es la arena de lucha sobre la que se dan las contiendas políticas acerca del sexo, lo natural y lo construido. En definitiva, para apartar a las mujeres de esta categoría natural y presentarlas en función a sus roles sociales construidos, determinados por su papel dentro de la historia, es preciso situar al concepto género lejos de lo relacionado a lo sexo-biológico (Haraway, 1995, p. 227).
Estas diferencias construidas -y jerarquizadas- socialmente, permiten presentar a las relaciones de género como relaciones de poder, en las que los varones tienen un acceso directo a éste; mientras que, en el caso de las mujeres, se encuentra limitado. Tanto hombres como mujeres viven el poder de un modo distinto, lo que también establece las propias identidades genéricas en función a estas relaciones; situación que se repite cuando se hace la distinción entre lo público y lo privado[4], lo femenino y lo masculino. Por esto, es importante realizar un análisis que amplíe la visión de lo político[5], al enmarcar aspectos que aborden temas que se ubican dentro de aquello que es invisible, privado e íntimo.
En efecto, durante siglos, se habló en términos de naturaleza femenina para demostrar una supuesta incapacidad de las mujeres de pensar racionalmente y de formar parte del ámbito público. Aquellas que mostraban romper con esos estándares eran consideradas la excepción, no la regla. Pero, a su vez, la misma naturaleza mostraba a los varones carentes de la capacidad para cuidar a los/as hijos/as y de desenvolverse en el ámbito privado, más no así en el público[6]. Ambas situaciones han sido -y son- parte de las tensas relaciones de poder[7], que no fueron abordadas como un problema de interés social, sino que los diversos movimientos feministas los han puesto en la agenda mediática y/o política.
Es importante mencionar que las concepciones creadas con relación a lo que se entiende como desigualdad de género están vinculadas a la incorporación y participación de las mujeres en el espectro público, más no la enlaza con el ámbito privado; lo que conlleva a ser un tópico excluido del abordaje estatal (Bacchi, 1999). Es necesario subrayar esto, ya que con esta interpretación se puede inferir que, en contrapartida, lo masculino hace referencia al desarrollo social, lejos de aquello que ocurre al interior del ámbito privado del hogar.
En pleno siglo XXI, las diferencias existentes entre las realidades de los varones y las mujeres siguen siendo lacerantes en términos de inequidad[8]. La desigualdad puede observarse en distintos ámbitos: los escasos puestos de liderazgos ocupados por mujeres, los menores registros de la presencia femenina en el mercado de trabajo formal directamente relacionados con la llamada feminización de la pobreza, etcétera. Esta situación también es trasladable a la esfera privada del hogar, en la que la desigualdad está enraizada en la distribución inequitativa de las tareas domésticas y de cuidado, arraigadas en estructuras que señalan que son responsabilidad de las mujeres, sólo por su género.
La condición social de la mujer en la actualidad no la ha ubicado muy lejos del modelo patriarcal imperante, a quien se le asigna aún un perfil obligatorio por su naturaleza femenina con una serie de actividades de cuidado de los miembros del grupo. Este trabajo no remunerado parece estar bajo un manto de invisibilidad en el reconocimiento del ámbito económico por la concepción errónea de sólo pertenecer al carácter privado de las relaciones familiares (Antonopoulos et al, 2007, p. 243).
A propósito de esto, es oportuno preguntarnos y analizar cómo las identidades de género –y la interpretación de éstas- son aún las determinantes en la construcción social y discursiva tanto en aspectos culturales, económicos y políticos, como es el caso de su inclusión en las políticas sociales. En otras palabras, la transformación de esta situación depende de la desnaturalización de lo público-privado que rige también en estas políticas (Phillips, 1998).
Alcanzar la igualdad involucra el desmitificar los constructos sociales-culturales que pregonan a los varones como los únicos capaces de resolver asuntos políticos; por lo que, es preciso no sólo erradicar estas naturalizaciones, sino que las mismas políticas tengan entre sus objetivos dispositivos que lo realicen (Nott y Kylie, 2000)
1. 1. Ciudadanas sin ciudadanía
Acerca del ser mujer, Simone de Beauvoir (1949) postulaba que no se trata de un designio biológico, sino que es la sociedad la que crea a un ser intermedio entre lo que representa el macho y aquello castrado que alude a lo femenino.
Estas relaciones de poder entre los géneros derivan de acuerdos gestados en instituciones sociales como el hogar, el mercado, el Estado y la comunidad, los cuales proporcionan a los hombres, más que a las mujeres, una mayor capacidad para movilizar reglas y recursos institucionales que promuevan y defiendan sus propios intereses. En la mayoría de los contextos, ellos gozan, en términos generales, de un mayor acceso a los puestos políticos o a la tierra, una mayor movilidad física, menos responsabilidades asociadas al autocuidado o cuidado de las personas, una posición privilegiada en términos de control de trabajo y una sexualidad menos confinada (Kabeer, 1994).
Ser mujer no es sólo una categoría descriptiva, es un modo de vida, es desigualdad simbólica, económica, política, normativa, cultural y social. Por esto, es importante ver al género, en sí, como una categoría que nos permite hacer visibles las desigualdades entre los hombres y mujeres, interpretar esas diferencias e incluso entender por qué el poder se distribuye inequitativamente entre los géneros.
Tal como expresa la filósofa feminista Nancy Fraser (1997), el Estado en su papel de intérprete de necesidades da por sentado ciertas significaciones del rol de los agentes en la reproducción social y asumen lo justo y adecuado para ellos. En esta línea, los economistas Rania Antonopoulos y Francisco Cos-Montiel, –con su interpretación sociopolítica del desarrollo como proceso cultural, político y económico-, analizan esta situación desde la perspectiva de las desigualdades entre mujeres y hombres derivadas de la división sexual del trabajo. Respecto a éstas, plantean que no son cuestionadas, sino que se las comprende como resultado de una organización natural de las funciones sociales. De hecho, exponen que las políticas sociales son formuladas de acuerdo con el modelo de familia nuclear, en el que la mujer toma un rol pasivo dentro de ese desarrollo, debido a que no se la ve más allá de su papel reproductivo y de cuidadora (Antonopoulos et al., 2007, p. 234).
Ante este análisis, María Elena Valenzuela y Claudia Mora (2009), presentan a la mujer como un sujeto que convive –o sobrevive- dentro de una pobreza cualitativa y cuantitativamente distinta a la de los hombres. Es que aún, a principios del siglo XXI, los Estados latinoamericanos siguen siendo caracterizados por su naturaleza patriarcal –según la extensión de la noción beauvariana de éste-. Es por esto por lo que se señala al Estado como una institución que (re)produce múltiples dominaciones y discriminaciones de las sociedades latinoamericanas -en especial, aquellas referidas al género- (Bareiro, 1997, p. 3).
El Estado es la institución que cuenta con el poder para que la sociedad cumpla lo que disponen sus dirigentes. Históricamente, bajo sus diversas formas, han sido las mujeres quienes han estado en situaciones de subordinación, en las que el poder era ejercido sobre ellas. En este punto es en el que radica la desigualdad mencionada, en la existencia de privilegios que los diversos colectivos tienen en la sociedad y el Estado; en otras palabras, en la comunidad política (Bareiro, 1997).
A pesar del paso del tiempo, esta inequidad poco cambió para las mujeres en función a su rol dentro de la sociedad. De hecho, la antropóloga María Carolina Feitó (2004) plantea que, si se hace un paralelismo entre
“una determinada concepción de la historia de la humanidad, de las relaciones entre hombre y la naturaleza, asumiendo al mismo tiempo un modelo implícito de sociedad considerado como universalmente válido y deseable”, se puede inferir que muy lejos está la mujer de alcanzar eso que es “válido y deseable” (P. 5).
En otras palabras, esa ciudadanía plena. En conjunción a esto, el concepto de ciudadanía refiere al derecho que tienen las sociedades de intervenir en el poder político y, en simultáneo, a ser intervenidas (Bareiro, 1997).
En este sentido, es preciso traer a colación a la postura de la feminista Chandra Mohanty, respecto al modo en que es construida la mujer como un compuesto cultural e ideológico mediante distintos discursos de representación sobre cómo son las mujeres reales –con sus propias historias-. Es en este punto en el que la autora pone especial énfasis en aquellos discursos que “colonizan de forma discursiva las heterogeneidades materiales e históricas de las vidas de las mujeres en el Tercer Mundo” (Mohanty, 2008, p. 11).
De este modo, la llamada ciudadanía de las mujeres ha sido desarrollada en contraposición al concepto universal de ciudadanía planteado por varones, para ellos mismos y que excluye a las mujeres. Por décadas, han sido las distintas agrupaciones feministas las que se han opuesto y luchado contra esa masculinización que sufren las mujeres ante la necesidad de ganar más derechos y espacios dentro de un sistema patriarcal –la Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo, la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, son ejemplos claves de las exposiciones sobre esta situación-.
En esta línea, la politóloga Mary Dietz (2001) plantea que el eje de los cuestionamientos de las feministas debe estar focalizado en quién y cómo se toman las decisiones; interpelar y comprender a la ciudadanía como un bien en sí mismo y como un proceso continuo –en el que es casi imperativa la incorporación activa de la mujer en el mundo público-. Esta última –aunque escasa y a fuerza de leyes de cupo en el caso del ámbito político- ha permitido que muchas constituciones latinoamericanas incluyeran la diversidad junto con la igualdad legal, real, social y de género (Bareiro y Soto, 2016).
En este sentido, esta particularidad que otorga la igualdad debe ser tomada con cautela. La ausencia implícita de ésta en el mito de las oportunidades equitativas nos deja ver aquellos supuestos que niegan la realidad de las inequidades relacionadas a la discriminación sexual, los estereotipos y la subordinación de las mujeres -tanto en ámbitos privados como el hogar como en públicos como el mercado laboral- (Dietz, 2001).
En conjunción a esta postura, la Estrategia de Montevideo para la Implementación de la Agenda Regional de Género en el Marco del Desarrollo Sostenible hacia 2030 (2016) de la CEPAL, plantea que el ejercicio pleno de la ciudadanía femenina estará dado no sólo cuando las mujeres se incorporen activamente a la denominada vida pública, sino cuando puedan contribuir como ciudadanas de pleno derecho. Esto podrá lograrse una vez que las distintas formas de representación política postulen una concepción de desarrollo que incluya a lo privado y no soslaye las diferencias de género.
2. Cuando nos volvimos públicas: políticas sociales sin gafas violetas
La política social posee una relación con el modo de producción y el tipo de sociedad en la que se desarrolla. Podemos observar en la política social una mediación constitutiva de la reproducción social, en estrecha relación con el modo de producción, el proyecto de Estado y de la sociedad que se está articulando en la misma. Por esto, es histórica y, en simultáneo, establece lazos con la cotidianidad y las relaciones conflictivas, por lo que es en sí misma un escenario de luchas de distinto origen y perspectiva.
Cuando la política social es vista a través de los ojos de los/as destinatarios/as permite realizar un proceso reflexivo respecto a las intencionalidades con las que fueron creadas y ejecutadas. En el caso que, desde el ángulo de los intereses del Estado, las políticas asuman características funcionales al control social y a la propia reproducción de las condiciones de dominación, también presentan un carácter contradictorio que precisa ser considerado y que hace referencia a la intensidad de las luchas políticas de los subalternos por la ampliación de los programas y de las políticas de corte social (Yazbek, 2000, p. 126).
En este sentido, también en concordancia con el planteo de este artículo, es importante ver a las políticas sociales como un conjunto de instrumentos orientados a la compensación de las desigualdades sociales generadas en el ámbito de la esfera económica es afianzar el carácter subalterno de la política social, por lo que debería comprenderse a la política social como la definición estratégica de todo desarrollo, como estructurador de ciudadanía y de derechos sociales, lo que implica un posicionamiento teórico diferente respecto a la comprensión tradicional de las políticas sociales (Fernandez y Rozas, 2004, p.154).
En base a lo expuesto conceptualmente en este apartado, se retoma que la política social es una herramienta que el Estado produce para otorgar respuestas a las necesidades de los sectores más vulnerabilizados socialmente. También es oportuno recalcar que son los sectores populares los que luchan y exigen el cumplimiento de sus derechos que serán materializados en una política social que los contenga a todos y todas.
Según Karin Stahl (1994), en las últimas décadas los programas de ajuste estructural enraizados en América Latina cambiaron el rumbo de las políticas sociales, lo que hace que el Estado deje de ser el responsable de los mecanismos redistributivos que beneficien a todos/as los/as ciudadanos/as para segmentar su atención en grupos y proyectos particulares (Rodríguez Bilella; 2004, p. 2).
Rodríguez Bilella (2004), además, plantea que las políticas sociales “no deben ser consideradas como la simple ejecución de aquello que ha sido planeado, sino más bien como procesos continuos, negociados, y socialmente construidos que ciertamente incluyen iniciativas tanto ‘desde abajo’ como ‘desde arriba’” (p.4).
En este sentido, es interesante analizar la situación de las mujeres que se encuentran atrapadas en el ciclo del empobrecimiento, en el que carecen de acceso a los recursos y los servicios para cambiar su realidad. Pero, a su vez, claro está que la pobreza y la exclusión social se manifiestan de distintas maneras y afectan de diversos modos a las personas y los países.
Las mujeres, por ejemplo, sufren los efectos de la pobreza y la exclusión de una manera especial debido al papel que desempeñan en la sociedad, la comunidad y la familia. Pobreza y exclusión para las mujeres son, además, la falta de seguridad, de voz, de alternativa; lo que se traduce en marginalidad.
Gino Germani (1980) la define como "la falta de participación de individuos y grupos en aquellas esferas en las que de acuerdo con determinados criterios les correspondería participar" (Arias, 2011, p.50). Ana Arias (2011), por otro lado, plantea que al hablar de marginalidad entran en juego dos aristas: la comprensión sobre la pobreza como marginalidad implicaba una idea de desarrollo que ampliaba la mirada hacia un conjunto de experiencias vitales, y por otro lado esta misma consideración ubicaba al sujeto en el lugar del atraso e implicaba una fuerte carga de desvalorización cultural (p. 63).
Debido a las dificultades de acceder al mercado laboral formal, las mujeres se encuentran ante la imposibilidad de generar ingresos propios, lo que acarrea el riesgo de vivir situaciones de pobreza. Sobre este esquema, se pone especial énfasis en tratar de entender las demandas de intervención en la complejidad, categoría de análisis que hace referencia a problemas de la pobreza que no se resuelven inmediatamente por la vía de la distribución de los ingresos. Tampoco lo hacen en aquellas situaciones de padecimiento subjetivo, relacionado con el deterioro de ciertos vínculos familiares, comunitarios y sociales, que interpelan los dispositivos de atención previstos por la política social de los últimos años, que parecieran no alcanzar para la resolución de estas cuestiones (Gómez, 2008, p. 33).
2.1. Ellas y/en los regímenes de bienestar
En las décadas de los ’80 y ’90, Latinoamérica ha pasado por diversos ajustes estructurales gracias a políticas neoliberales –privatizaciones, inversiones transnacionales, supresiones de políticas sociales, etcétera- adoptadas por los gobiernos de este periodo. Estas decisiones políticas, que lejos estuvieron de tener compromiso social, se rigieron por las leyes del mercado.
Ya con la llegada del nuevo milenio y con la asunción de gobiernos populistas[9], la relación entre Estado-Mercado se desenfocó y pasó a ser eje central una nueva reciprocidad: Estado-Sociedad. Esta naciente bilateralidad estuvo atravesada por la necesidad de darle voz a los excluidos, a las minorías, a los vulnerables sociales -en casi todas esas categorías encajan las mujeres-. En otras palabras, “en las democracias modernas se ha desarrollado un proceso de extensión del derecho a la ciudadanía, a los colectivos inicialmente excluidos” (Bareiro, 1997, p.6).
Para vislumbrar cómo es la situación en Latinoamérica es fundamental comprender los cimientos: los regímenes de bienestar. Éstos son precisamente la constelación de prácticas, normas, discursos relativos a qué le corresponde a quiénes en la producción del bienestar (Esping-Andersen, 1990). Esping-Andersen (1993) explica que
el Estado del Bienestar no es sólo un mecanismo que interviene en la estructura de la desigualdad y posiblemente la corrige, sino que es un sistema de estratificación en sí mismo, es una fuerza activa en el ordenamiento de las relaciones sociales (p. 44).
Theda Skocpol (1992) señala la existencia de dos modelos de Estado de bienestar: uno paternalista – como hombre-proveedor en su carácter de asalariado que brinda beneficios a su familia- y uno maternalista –dirige la protección a madres, niños/as y viudas-; es decir, un modelo patriarcal de protección social (Draibe y Riesco, 2006, p. 40).
Por otro lado, Ann Schola Orloff (1993) plantea cuatro aristas a tener en cuenta al tratar en los regímenes de bienestar las lógicas de género: a) la situación del trabajo no remunerado; b) la diferenciación y la desigualdad de género en la estratificación social, generada por diferencias en los derechos; c) las características del acceso al mercado de trabajo, por parte de las mujeres, d) la capacidad de estas últimas para mantener autónomamente la familia (Draibe y Riesco, 2006, p. 45). Planteos que contrastan con una realidad en la que hay una falta de programas de asistencia social y apoyo a las familias, un surgimiento de mecanismos políticos -corporativismo, el clientelismo[10] y “máquinas de patronazgo”- que aparecen con la distribución de beneficios sociales (Draibe y Riesco, 2006, p. 23).
Este enfoque entra en tensión con lo que postula el ideal de igualdad que plantea cumplir la Convención para la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW[11]). Es necesario, entonces, un compromiso real de los Estados y de los distintos actores involucrados para conjugar la igualdad de voces, problemas y propuestas de todas las personas, para lograr así eliminar la pobreza y reducir desigualdades (Bareiro y Soto, 2016, p. 3). Para esto deben discutirse objetivos como: erradicar las desigualdades y brechas de género que repiensan a la política social y el empoderamiento de las mujeres; analizar el modo de crear e implementar políticas incluyentes que evoquen a la igualdad de género y empoderamiento de ellas; y, por supuesto, ponderar la transversalización de género en el marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenibles (Bareiro y Soto, 2016, p. 3).
En lo relativo a este punto, es necesario aclarar que para que exista una formulación de políticas públicas con perspectiva de género, que es el eje argumentativo de este artículo, es preciso que se produzca un
“estudio-diagnóstico de género que, al identificar y describir la situación y características del objeto de estudio y transformación en cuestión, tome en consideración las diferencias entre mujeres y hombres, y en un plano causal, analizando los factores que generan desigualdades y evaluando la factibilidad de modificarlas. Consecuentemente, a partir de estudios de esta naturaleza puede avanzarse en la elaboración de propuestas de acción que procuren modificar las desigualdades de género que hayan sido detectadas” (Bueno Sanchez y Rodríguez 2006, 20).
Entonces, para conseguir un diseño e implementación de políticas sociales se debe erradicar el enfoque mujerista, y así alcanzar la visión género-transformativa que dará otra perspectiva a las medidas sociales. Un modo de lograr este objetivo es el de incorporar el ideal de empoderamiento de las mujeres y, por supuesto, de redistribución entre los géneros; también tener en cuenta la interseccionalidad[12] lograda al transversalizar el género a todas las demás desigualdades (Bareiro y Soto, 2016, p.15).
De hecho, en el caso de las mujeres,
“la condición de ciudadana se ha transformado bajo el signo de procesos sumamente contradictorios: por una parte, como señala Alda Facio, se ha producido por una planetarización de derechos ciudadanos para las mujeres, a la vez que la noción de género ha sido apropiada por la oligarquía internacional del BID, el BM, el FMI (Facio, 2001). Mientras los organismos internacionales presionan sobre los gobiernos para la suscripción de plataformas internacionales, las políticas de ajuste ligadas a la lógica del neoliberalismo que esos mismos organismos propugnan estrechar los espacios reales de ciudadanización transformando las políticas públicas hacia mujeres en políticas focalizadas dirigidas hacia sectores vulnerabilizados” (Ciriza, A., 2003, p. 74).
Esto deja en manifiesto cómo se interpretan y construyen las políticas sociales sobre la heterogeneidad de la sociedad y las manifestaciones latentes de las distintas formas sociales y culturales presentes (Rodríguez Bilella, 2004, p. 4).
En tal sentido es interesante observar cómo estas diferencias construidas y jerarquizadas socialmente, permiten presentar relaciones de género en las que tanto hombres como mujeres establecen propias identidades genéricas; situación que se repite cuando se hace la distinción entre lo público y lo privado[13] , lo femenino y lo masculino. Por esto, es importante realizar un análisis que amplíe la visión de lo político[14], al enmarcar aspectos que aborden temas que se ubican dentro de aquello que es invisible, privado e íntimo.
La efectiva incorporación de la igualdad de género en las políticas sociales resignifica los contratos sociales al fomentar una profundización de la democracia y, con esto, la construcción de Estados incluyentes (Bareiro y Soto, 2016).
En este sentido, nos parece clave subrayar que la desigualdad de género es una de las limitaciones más relevantes de los sistemas de seguridad social basados en el diseño bismarckiano. Tal como lo expresa Camila Arza (2013) en estos sistemas la unidad de protección es la familia, definida como un núcleo estable en el cual la mujer que se dedica al trabajo no remunerado del hogar -que incluye el cuidado de niños/as o ancianos/as- se encuentra protegida a través de su marido. El derecho a una pensión en caso de muerte es un ejemplo de esta cobertura “derivada” de la condición familiar.
En este caso, uno de los problemas de este diseño es que responde cada vez menos a la realidad de la organización familiar actual. Por otro lado, a pesar de la tendencia al alza, aún hoy las mujeres siguen presentando tasas de participación en el mercado laboral menores que los hombres, por lo que a la hora de reclamar un beneficio jubilatorio contributivo se encuentran en desventaja. Por ejemplo, acumulan menos aportes y por lo tanto muchas de ellas no logran alcanzar el mínimo requerido para obtener un beneficio; y las que sí lo obtienen, los que reciben son más bajos, ya sea por haber contribuido pocos años o porque sus aportes y/o ingresos laborales fueron menores. Tal como lo señala el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (2011), esto también está relacionado a que el incremento de la sobrevida de los varones sin acrecentar la cobertura de la seguridad social trae consigo modificaciones en las formas de financiar los hogares con adultos mayores. Actualmente, estos tienden a ser unipersonales, lo que “puede traducirse en menor presencia de mujeres dentro del sistema de jubilaciones y pensiones, lo cual habla de la menor inserción asalariada formal de estas mujeres durante su vida activa” (p. 18).
En esta línea, puede observarse el sesgo de género cuando se pone atención en la manera en que tanto hombres como mujeres se incorporan a los sistemas de pensiones y jubilaciones: “las mujeres son mayoría entre quienes perciben pensión (ELA, 2008), lo cual da cuenta que su ingreso al sistema de seguridad social se hizo como derecho derivado de su vínculo matrimonial con el asalariado formal, posteriormente jubilado, y no por un derecho propio (Pautassi, 2005)” (ELA, 2011, p. 18).
En definitiva, factores como la precarización de los mercados laborales, los cambios en las estructuras familiares y las restricciones fiscales durante los ’80 y ’90 llevaron a impulsar políticas de contención del gasto previsional, en lugar de políticas que permitieran ampliar la cobertura y los beneficios (Arza, 2013). Por esto es por lo que se observó que en la última década se vivió un proceso de contrarreforma que abarcó la lógica misma de funcionamiento del sistema -de uno mixto a uno de reparto-, su administración -de mixta a estatal- y se crearon así programas que permitieron ampliar el número de beneficios y la cobertura.
3. Breve historia del sistema previsional argentino
En 1968, a raíz de la reforma administrativa del sistema previsional, con la Ley 17.575, se le otorgó a la Secretaría de Seguridad Social el manejo y control del Régimen Nacional de Seguridad Social. A partir de ese momento, todas las cajas de jubilación dispersas se agruparon en tres Cajas Nacionales de Previsión, una de ellas: la Caja Nacional de previsión de Trabajadores Autónomos.
Ese mismo año se consolidó el régimen normativo en el que todos los aportes eran obligatorios; se establecieron además como prestaciones la Jubilación Ordinaria, la Jubilación por Edad Avanzada, la Jubilación por Invalidez y la Pensión por Fallecimiento. El haber jubilatorio fue fijado entre el 70 y 82% -dependía de la edad al momento del retiro- del promedio de ingresos de los tres años de mayor retribución dentro de los últimos diez de aportes (Fundación para el cambio, 2008, p.6).
Desde 1968 a 1993, el sistema previsional estuvo regido por la Ley 18.037 -Nuevo régimen de jubilaciones y pensiones para los trabajadores en relación de dependencia- y la Ley 18.038 -Nuevo régimen de jubilaciones y pensiones para los trabajadores autónomos-. Ambas determinaban el carácter del Sistema Nacional de Previsión Social -contributivo, obligatorio y cuyos aportes realizados por los/as trabajadores/as activos/as financiaban los haberes de aquellos/as que se encontraban en su etapa pasiva-. Los requisitos para el ingreso a este sistema consistían en tener 55 años en el caso de las mujeres y 60 en el caso de los varones y tener un mínimo de 30 años de servicios verificables.
Desde los ’80 en adelante, el sistema sufrió crisis relacionadas a su financiamiento, lo que fue determinante para la sanción de la Ley 24.241 en 1993. Con ésta se creó el Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones, que permitía la existencia simultánea del sistema de “reparto” –público- y el régimen de capitalización individual –privado-. De este modo, con esta reforma previsional se estableció un régimen mixto en el que se agrega como componente a las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP). A partir de 1993, las amas de casa se incorporaron al régimen, pero esta incorporación resultó ser una “afiliación voluntaria autónoma especial” que podía hacerse sólo a través del régimen de capitalización del Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones (Ley N°24.828, 1997).
Dos años después, en 1995, con la Ley 24.476, se les permitió regularizar la situación previsional a los/as trabajadores/as autónomos/as y tener así una forma de “pagar” los años no aportados. Entonces, tanto los/as trabajadores/as autónomos/as como las amas de casa, podían acceder en un futuro al beneficio de ser parte de un régimen previsional, siempre y cuando, éstos/as hubiesen cumplido con la edad estipulada y cancelado el monto total de los aportes requeridos.
Ahora bien, durante estos años, la seguridad social en Argentina resultó ser un punto clave a nivel laboral y previsional por las reformas que se desarrollaron. Respecto al ámbito laboral, la seguridad social fue indispensable por el aumento del desempleo, la subocupación y la precariedad laboral. Lo que se resume en una fórmula simple: trabajo intermitente y/o precarizado + aumento de edad y de cantidad de años de aportes = imposibilidad de lograr una jubilación ordinaria.
Durante esta década, de acuerdo con datos del INDEC, los/as trabajadores/as informales –no registrados/as- correspondían a un 53,8%, los/as desempleados/as a un 28,8%, mientras que aquellos/as pertenecientes al mercado formal eran apenas un 17,4% (D’Elía, 2014).
Ante la crisis de estos años, con la creación de las AFJP –Administradora de Fondos de Jubilaciones y Pensiones-, lejos de su objetivo original –ser la solución a la crisis que atravesaba el sistema estatal-, éstas se convirtieron en un problema mayor: mientras que la transición fue asumida por el Estado, estos entes recibían las contribuciones que antes percibía la Nación, lo que resultó ser un costo fiscal extra. Esto, además, produjo una disminución en la cobertura, que condujo a la exclusión de segmentos vulnerables de la población –peones/as rurales, trabajadores/as informales, personal de servicio doméstico, etcétera-; en especial, se afianzaron las diferencias entre varones y mujeres.
A fines del 2000, se propuso realizar una reforma del sistema mediante el decreto 1.306. Con éste se pretendía que la prestación básica universal pasara a ser suplementaria, garantizándoles $300 a todos/as los/as jubilados/as mayores de 65 años. Además, se procuraba establecer un beneficio universal para toda persona que no se haya desempeñado en el mercado formal del trabajo, haya tenido haberes bajos y por eso no pudo completar los años de aportes, etcétera. Se pretendía que el beneficio fuese financiado con fondos del sistema de seguridad social. Otro punto interesante del decreto era flexibilizar la cantidad de años de aportes para acceder a una jubilación ordinaria -10 años eran suficientes-. Finalmente, después de largos debates, la reforma propuesta por este decreto fue revocada.
Año a año, el sistema se desfinanciaba cada vez más, lo que motivó a que la necesidad de una nueva reforma sea puesta en agenda.
En el 2003, con la llegada al gobierno de Néstor Kirchner y, según la formulación de Políticas Sociales como ejes conductores a la inclusión, solidaridad y universalidad, se estipularon distintas normas que permitieron la incorporación al sistema previsional de los/as más desventajados/as en la última década: autónomos/as, cuentapropistas y desocupados/as.
Una de las políticas que cumplía con ese objetivo fue el Plan de Inclusión Previsional. Éste surgió como medida de corto plazo para incorporar al ámbito de la seguridad social a aquellos/as adultos/as mayores que, castigados por los cambios registrados en el mercado de trabajo y en el sistema previsional en los años ´90, se encontraban en una situación de vulnerabilidad social al no contar con un haber jubilatorio.
El 16 de diciembre de 2004, el proyecto de ley (CD 124/04) fue aprobado por unanimidad en el Senado argentino, sancionándose así la Ley 25.994[15] –con ésta la creación de la prestación de Jubilación Anticipada-, que se promulgó parcialmente el 29 de diciembre del mismo año. Ésta preveía un régimen de jubilación anticipada para aquellos/as trabajadores/as que acreditasen 30 años de servicio y que tuviesen más de 60 años en caso de los varones y más de 55, las mujeres, conforme a lo estipulado por la Ley 24.241 -Ley Nacional del Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones-.
Además, con esta ley se determinó que aquellos/as trabajadores/as que en el 2004 hubiesen cumplido la edad estipulada en la Ley 24.241 para acceder a la Prestación Básica Universal, pudiesen solicitar una moratoria que les permitiese pagar en cuotas la deuda por los años no aportados. Los pasos por seguir para la consecución de este beneficio eran dos: por un lado, adherirse a la moratoria a través de Sistema de Información para Contribuyentes Autónomos y Monotributistas de la AFIP y, por otro, pagar la primera cuota de la moratoria. A partir de este punto, las cuotas restantes se descontaban de los haberes jubilatorios.
La duración de esta moratoria fue de dos años, con la posibilidad de ser prorrogada por el Poder Ejecutivo en caso de ser esto justificado[16]. Esta ley supone un paso importante en las políticas sociales, ya que tiene un enfoque universalista, como disposición redentora de las consecuencias conducidas por las medidas neoliberales adoptadas durante los gobiernos menemistas. Es decir, se trató de una cobertura pensada específicamente para aquellos/as que estaban desempleados/as y que no cumplían hasta ese momento la edad especificada por el artículo 19 de la ley 24.241.
La Ley 25.994 fue aprobada por unanimidad y sin abstenciones –tanto en el Congreso como en el Senado-, lo que permite inferir que el consenso estuvo dado en torno a la necesidad de una cobertura previsional mayor[17]. Esto se debe a que durante los ’90, como se mencionó en el apartado anterior, la tasa de cobertura previsional de la población pasiva decreció como consecuencia de: a) altos niveles de desempleo, b) precariedad/informalidad laboral, c) la reforma previsional con la consecuente creación de las AFJP.
Un dato para destacar es que esta moratoria previsional fue una de las políticas sociales más exitosas en cuanto al impacto en la equidad de género en el acceso a la Seguridad Social, ya que, de la totalidad de los beneficios otorgados, el 73% correspondió a beneficiarias mujeres (Anses, 2010, p.6).
Para contextualizar mejor esta situación, es necesario aclarar que el
“73% de los 3 millones casi 400 mil jubilaciones por moratorias vigentes corresponden actualmente a mujeres y de la totalidad de jubilaciones destinadas a mujeres, el 86% fue obtenida a partir de las moratorias. Los valores absolutos y relativos anteriores buscan mostrar por diversos indicadores complementarios el fuerte impacto feminizante que tuvieron las moratorias previsionales. No obstante, es necesario mencionar que la primera moratoria (que fue la más potente en términos cuantitativos y cualitativos en cuanto a la dimensión inclusiva), no fue una política pública particularmente diseñada desde un enfoque de género” (Corsiglia, L., 2018, p.6).
Lo paradójico de este caso es que esta moratoria, con el paso de los años, ha sido conocida en el decir común como la “jubilación de amas de casa”, siendo que no se menciona ni a las mujeres ni a la labor doméstica y de cuidado desarrollado en el hogar. Es más, la denominación Jubilación de Ama de Casa operó discursivamente de modo estigmatizante -en lugar de celebrar plenamente el reconocimiento del trabajo reproductivo como una tarea anteriormente invisibilizada- haciendo en gran medida responsable a las millones de mujeres incluidas por este medio, de su imposibilidad por haber cumplido con una trayectoria de aportes a lo largo de la vida (Corsiglia, L., 2018, p. 7).
Luego, en 2005, con la Ley 25.994, se estipularon las jubilaciones anticipadas por desempleo –podían acceder aquellos/as con aportes completos, pero no cumplían con la edad requerida- y las prestaciones por moratorias –para aquellos/as trabajadores/as con la edad necesaria, pero con sus aportes incompletos-. Ambas medidas permitieron cubrir aquellos baches que el sistema previsional tuvo por no cumplir con buenas condiciones laborales para los/as trabajadores/as.
El principal instrumento a través del cual se implementó el Plan de Inclusión Previsional entre enero de 2005 y abril de 2007 fue el artículo 6 de la Ley 25.994, y el Decreto 1454/05, el cual reglamentó la Ley 24.476. Éste permitió que los/as autónomos/as con problemas de regularización de aportes, se inscribiesen mediante un plan de facilidades hasta el 30 de abril de 2007 para acceder al beneficio previsional. De este modo, podían ser beneficiarios/as quienes no registrasen aportes al sistema o éstos fueran insuficientes -podían ser completados a través de la moratoria establecida en la Ley 25.865 y en las condiciones dadas hasta julio de 2004-, y quienes una vez que tuviesen la edad en cualquier momento, completasen los aportes anteriores al 30 de septiembre de 1993 (Calabria et al., 2012).
Por otra parte, el artículo 2 de la Ley 25.994 establecía que los hombres con 60 años y las mujeres con 55, que acreditaran 30 años de servicios con aportes computables en uno o más regímenes jubilatorios comprendidos en el régimen de reciprocidad y que se encontrasen en situación de desempleo al 30 de noviembre de 2004, podían acceder a la jubilación anticipada. Estas medidas permitieron el acceso a los beneficios de la previsión social[18] a personas que no cumplían con los requisitos de la Ley 24.241. Además, facilitaron la incorporación de aquellas personas desocupadas a noviembre de 2004 y que registraban todos los aportes requeridos por la normativa vigente, pero les faltaban hasta 5 años para adquirir el beneficio previsional.
La Ley 25.994 estuvo vigente hasta abril de 2007 y estableció un plan de facilidades de pago para que aquellos/as trabajadores/as autónomos/as que adeudaban aportes devengados a la ANSES hasta el 30 de septiembre de 1993, pudiesen regularizar su situación y acceder así al sistema previsional. En este contexto, el Plan de Inclusión Previsional fue complementado por otras medidas[19] que favorecieron el financiamiento del aumento de la cobertura.
En 2008, la Ley 26.425 eliminó este sistema de capitalización individual e hizo una transición al sistema de reparto y administración pública. Los fondos de los/as afiliados/as a las AFJP fueron transferidos al ANSES e integraron el Fondo de Garantía de Sustentabilidad del Régimen Previsional Público de Reparto[20] –esos años de aportes en las AFJP les fueron reconocidos a los/as trabajadores/as en este sistema-. Aún con esta reforma a muchas personas les ha resultado dificultoso el acceso al sistema previsional debido a la intermitencia laboral, a la informalidad y precariedad del trabajo, al subempleo o al desempleo. De este modo, entró en vigor el Sistema Previsional Argentino –SIPA-, que eliminó al sistema integrado, volviéndose un sistema enteramente de reparto. Esta transformación junto a las moratorias previsionales implementadas, fueron medidas que buscaron revertir la tendencia en alza al acceso escaso a la jubilación por parte de los/as trabajadores/as.
El 2 de julio de 2014 fue sancionada la Ley 26.970[21] (O.D. Nº 244/14) que permitía regularizar aportes previsionales del periodo 1993-2003, a través de un plan de pago de 60 cuotas, destinada principalmente a autónomas/os y monotributistas con edad de jubilarse -65 años los varones y 60 las mujeres-. Éste resulta ser un punto clave, ya que en esta nueva moratoria podían acceder aquellos/as trabajadores/as autónomos/as[22] que estuvieran inscriptos o no en el Sistema Integrado Previsional Argentino –SIPA-.
Para acceder a esta prestación sólo bastaba con haber cancelado una cuota[23] del régimen de regularización de deuda y que la Administración Nacional de Seguridad Social –Anses- determinara el derecho a esta prestación, luego de haber hecho una evaluación socioeconómica y patrimonial para asegurarse que estas prestaciones beneficien al sector de la población más vulnerable (Anses, 2010).
El 29 de junio de 2016 se sancionó la Ley 27.260[24], también conocida como Ley de Reparación Histórica. Ésta es una de las primeras medidas adoptadas en el ámbito previsional por el gobierno de corte neoliberal de Mauricio Macri que, entre otros elementos, determina el fin del Plan de Inclusión Previsional[25] implementado por el Kirchnerismo y la creación de la Pensión Universal para el Adulto Mayor (PUAM).
Los puntos de quiebre principales a partir de la implementación de la PUAM corresponden a que ésta no es una jubilación que se integra al sistema contributivo, sino una pensión no contributiva; hay un incremento de 5 años en la edad de retiro en las mujeres; no genera derecho a pensión; el monto de ésta es del 80% de la jubilación mínima y tiene un carácter de incompatibilidad con otros beneficios como jubilación o pensión. Adicionalmente, en su aplicación efectiva, la PUAM se fue convirtiendo crecientemente en un beneficio asistencial focalizado, ya que su acceso está ahora afectado por evaluaciones patrimoniales de las personas potencialmente beneficiarias.
3.1. El Plan de Inclusión Previsional y su externalidad positiva para la equidad la situación de las mujeres y la equidad de género
Con el Plan de Inclusión Previsional –PIP-, el Estado previó la incorporación en el sistema jubilatorio de personas que no alcanzaran los requisitos previstos[26] para el acceso a la prestación de vejez impuestos por el Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones. Paulatinamente, el sistema previsional expandió su alcance mediante la implementación del Monotributo social y del Régimen de Regularización de Deudas de los/as trabajadores/as autónomos/as, que en su conjunto proponen saldar la deuda de contribuciones que tenían los aportantes previos a 1994. Cabe destacar que el Monotributo Social es una categoría tributaria permanente, creada con el objeto de facilitar y promover la incorporación a la economía formal de aquellas personas en situación de vulnerabilidad que han estado históricamente excluidas de los sistemas impositivos y de los circuitos económicos.
Aun así, ante esta situación, muchas mujeres se vieron en la obligación de declarar alguna actividad productiva a fin de acceder a este beneficio, y no presentarse a sí mismas como amas de casa al no considerarse éste un trabajo propiamente dicho, excluyéndolas del derecho que el trabajador en su etapa de retiro tiene: la jubilación.
El abordaje de esta cuestión se vincula con la necesidad de diseñar sistemas de pensiones que, o bien reconozcan el costo de continuidad y calidad de los empleos que soportan quienes sostienen la carga no remunerada del trabajo, o bien prevean que una proporción importante de la pensión futura no dependa del vínculo formal en el mercado laboral (CEPAL, 2009).
Tal como se mencionó, en la primera moratoria previsional en 2004, de los 2,7 millones de personas que pudieron acceder al beneficio (con un promedio de ocho o diez años de aportes), el 73% fueron mujeres. Diez años después, durante la segunda ola de la moratoria previsional, del total de beneficiarios/as un 86% fueron mujeres y el 14% varones. La diferencia es notoria: ocho de cada diez beneficiarias de esta medida son mujeres (Peker, 2016). Sin tenerlo como su objetivo primordial, esta política ha tenido como externalidad positiva la ayuda a las mujeres que efectuaron labores informales o cuya invisibilización laboral las convirtió en trabajadoras vulnerables.
En 2016, con el gobierno del presidente electo Mauricio Macri se anunció el fin de estas medidas, al proponer para su reemplazo una pensión universal de la vejez que, como se mencionó, para acceder prolonga la edad jubilatoria y su beneficio corresponde a un 80% del monto total de una jubilación considerada mínima-. De este modo, se concluyó con una solución transitoria a las consecuencias de políticas del mismo modelo tomadas en los ’90. Este escenario político, como se mencionó antes, condujo a que miles de ancianos y ancianas no tuvieran los años de aportes previsionales requeridos para acceder a una prestación, lo que los llevó a una clara situación de vulnerabilidad social.
Ante esta realidad, cabe aclarar que las mujeres siempre han sufrido informalidad laboral, que las obliga a aceptar trabajos con evasión de aportes patronales, dejándolas sin jubilación ni obra social, entre otros beneficios. Entonces, es relevante destacar que esta moratoria fue una medida efectiva e inmediata al cumplir con una cobertura previsional casi total de la franja etaria de los 60 a 64 años, que reconocían el derecho universal de la ancianidad a acceder a protecciones previsionales. Esto es clave si se toma en consideración que, en su momento, con la inserción al sistema previsional mediante las moratorias, se favoreció mayormente a “los sectores vulnerables, es decir los primeros quintiles de ingresos. Sumado a ello, la evidencia empírica hasta aquí disponible también muestra que las provincias más pobres del país fueron las más favorecidas en términos de incrementar su tasa de cobertura en adultos mayores” (Di Costa, V. 2018, p. 13).
Es decir, muchos/as de estos/as jubilados/as pertenecían a los estratos sociales más bajos, incluso la mayor parte de los casos no hubiese podido alcanzar un haber previsional si no fuese por estas medidas mencionadas anteriormente; lo que hubiese significado una población vulnerable social y económicamente. Es así como, puede atribuírseles a las moratorias el haber logrado revertir el escaso acceso al retiro -5 de cada 10 ancianos/as-. Un punto clave a destacar es que éstas también permitieron alcanzar una mayor equidad respecto al género –sin proponérselo-, debido que gran parte de los nuevos jubilados, resultaron ser jubiladas, ya que son ellas las que pertenecían al sector que percibía menos ingresos del mercado.
Es posible alegar que las jubilaciones o pensiones significan para las personas mayores una de las fuentes principales y primordiales de seguridad económica. Contar con un sustento económico ajeno al apoyo del círculo familiar es imprescindible para solventar una buena calidad de vida en la vejez. En definitiva, los requisitos de adquisición de las prestaciones de los sistemas no contributivos no tienen una rígida relación con la trayectoria laboral. Es decir, este tipo de pensiones/jubilaciones están previstas para aquellas personas cuya vulnerabilidad social requiera de asistencia estatal –por esto, están fijadas en un ingreso mínimo-.
El Plan de Inclusión Previsional no sólo fue una medida para universalizar las prestaciones previsionales a ancianos y ancianas con vulnerabilidad social, sino que fue el reconocimiento implícito que las amas de casa ancianas alcanzaron como trabajadoras invisibilizadas, aunque como una consecuencia no esperada de la medida.
El tipo de reforma previsional que encaminaron las moratorias permitió visibilizar, aún involuntariamente, a aquellos disgregados y excluidos, pero sobre todo a un sector correspondiente al de las mujeres que se desarrollaron silenciosamente en el trabajo de cuidado y doméstico no remunerado durante toda su vida activa. No sólo hubo un incremento de la cobertura previsional, sino que esta medida benefició a aquellas mujeres con bajo nivel educativo y que no pudieron acceder al mercado, lo que tiene directa relación con la precariedad o ausencia de trabajos formales durante su vida activa económicamente. Aún así, es imperioso subrayar que las mujeres beneficiadas por el PIP no tenían beneficio directo -sino derivado- de la seguridad social. En otras palabras, el Plan de Inclusión Previsional a través de las moratorias tenía como fin el ingreso al sistema de aquellos/as trabajadores/as excluidos/as como consecuencia de las medidas tomadas durante los ’90, garantizándole a este sector una cobertura mínima.
El predominio de mujeres en la titularidad del Plan de Inclusión Previsional es consecuente a la realidad de aquellas personas que tuvieron una vida laboral intermitente e informal o abocándose por completo al trabajo reproductivo privado dentro del hogar, lo que las dejaba sin seguridad social. De esta manera, se puso de manifiesto que es fundamental que se conciba al trabajo de cuidado no remunerado dentro de las políticas sociales para garantizarles a las mujeres bienestar futuro y una seguridad económica en la ancianidad. Sin tenerlo como su objetivo, estas medidas le dieron a la labor de cuidado y reproductiva el carácter de “trabajo”.
Cabe mencionar que, a pesar de los antecedentes de las moratorias, el género no es visto durante la gestión de Mauricio Macri como un factor relevante a ser tenido en consideración ante las nuevas medidas adoptadas para el ingreso al Sistema Previsional. En este sentido es preciso mencionar a la Ley de Reparación Histórica que “estableció el fin de las moratorias previsionales, la política que como ya hemos desarrollado, había generado para las mujeres el mayor poder inclusivo de la historia del sistema previsional. La ley 27.260 dio por cerrada la modalidad de inclusión por la Ley 26.970, remplazándola por la Pensión Universal para el Adulto Mayor (PUAM)” (Corsiglia, 2018, p. 9)
En esta línea, es necesario enfatizar que a pesar de que el PIP resultó ser para las amas de casa un vehículo para alcanzar un nivel de autonomía económica desconocida y una concepción de sujetas merecedoras de este derecho, esto no implicó cambios en la división sexual del trabajo ya que la medida no manifestó un reconocimiento explícito del trabajo reproductivo.
Es oportuno, entonces, subrayar que si bien a partir de estas medidas las mujeres ancianas son reconocidas como beneficiaras directas, esto ha sido producto de una externalidad positiva de la medida, no estuvo pensado para ellas. Entonces, la deuda es la misma: las distintas políticas sociales benefician a las mujeres, no como sujetas merecedoras, sino como una especie de suerte derivada de la medida. Es necesario que el género y el cuidado formen parte del debate previsional y sea foco de cambio para futuras políticas.
En otras palabras, estas moratorias compensaron una visible desigualdad existente en la inserción de trabajadores/as con problemas para acceder al sistema previsional, pero no transformaron la invisibilidad otorgada al trabajo realizado en el seno privado del hogar, por lo que las jubilaciones otorgadas a las amas de casa resultaron ser un beneficio no previsto para ellas.
Tras décadas de gobiernos populares y neoliberales, la deuda sigue siendo la misma: una nómina de políticas que continúan con la invisibilización de las trabajadoras que desempeñan tareas no remuneradas en el ámbito privado del hogar, cuando, en realidad, son quienes proveen fuerza de trabajo al mercado para su venta.
De este modo, es posible observar cómo tanto la primera como la segunda etapa del Plan de Inclusión Previsional y la Pensión Universal para el Adulto Mayor son medidas que no han sido pensadas con una perspectiva de género, menos aún para un colectivo de mujeres trabajadoras con las especificidades que tienen las amas de casa. De este modo, es posible observar cómo el género es el que se vuelve una norma social que nos jerarquiza con la vara del patriarcado.
Reflexiones finales
En estas páginas presentamos la concepción de mujer ciudadana por parte del Estado y cómo ésta influye en la construcción de políticas sociales. Esto nos pareció clave a los fines de este artículo: la reproducción de las relaciones de poder asimétricas en las políticas, específicamente, la de los géneros. En este sentido, recalcamos que el Estado construye estas medidas en base a los constructos socioculturales sobre el deber ser de mujer y de madre, en cuanto a la naturalización de la responsabilidad de ellas respecto al cuidado y las tareas domésticas en los hogares.
Los Estados tienen el deber de proteger y promover los derechos de toda la ciudadanía, principalmente los de los oprimidos o desaventajados socialmente, en ambas categorías encaja la mujer.
Propusimos ver a la mujer bajo una nueva lógica epistemológica, axiológica y ontológica. Partimos de la idea de que cuando se analiza a la mujer se lo hace de una forma homogénea, como un universalismo que codifica y representa al otro cultural, y no como prácticas discursivas que ven al “otro” como diferente.
Los constructos sobre las mujeres -basadas en la lógica binaria- y el imperialismo están estrechamente ligados. En este caso, estas construcciones reproducen o afianzan el lugar de subordinación y victimización de las mujeres -un grupo de antemano asumido como homogéneo sin poder, explotado y sexualmente acosado, víctimas de la violencia masculina y dependientes-.
En este artículo pretendimos presentar un panorama de las transformaciones en el Sistema Integrado Previsional Argentino suscitadas con la inserción del ama de casa como beneficiaria directa del Plan de Inclusión Previsional. Con estas moratorias previsionales se puso en foco la concepción de las tareas domésticas no remuneradas y el valor social de éstas como trabajo. Si desde sus inicios, el PIP hubiese tenido entre sus objetivos principales la inclusión del ama de casa al sistema previsional, éste hubiese sido un modelo ejemplificador de la importancia de articular políticas sociales, económicas y culturales con una perspectiva de género.
La realidad es que su implementación tuvo implicancias de género por una externalidad positiva de su objetivo original –extender la cobertura previsional a personas sin registros contributivos suficientes-. Es decir, sin pretenderlo, esta política desafió a la desigualdad de género, los imaginarios y la naturaleza de la actividad como persona trabajadora activa, y reconocían el valor que tiene la labor del ama de casa al suministrarles beneficios monetarios básicos.
En esta línea, es necesario enfatizar que a pesar de que el PIP resultó ser para las amas de casa un vehículo para alcanzar un nivel de autonomía económica y una concepción de sujetas merecedoras de este derecho, esto no implicó cambios en la división sexual del trabajo ya que la medida no manifestó un reconocimiento explícito del trabajo reproductivo.
En consideración a lo planteado, pudimos observar que tanto el Plan de Inclusión Previsional, la segunda parte de éste y la Pensión Universal para el Adulto Mayor están pensadas sin una perspectiva de género para un colectivo genérico de trabajadores y no toma en consideración las especificidades y singularidades de las mujeres –ni de otro grupo-.
No se debe olvidar que es el género el que en una sociedad patriarcal se vuelve norma social, son estos indicadores sexo-género los que jerarquizan patriarcalmente. Quisimos poner en consideración cómo estas tres políticas sociales están atravesadas por tres dimensiones sin tenerlo entre sus objetivos: la política –propiamente dicha- ya que subyace la división sexual del trabajo (Picchio, 1992), la estructural –por la existencia de la figura del dominador/dominado- y la interpersonal -que a través de las experiencias sociales colectivas también se reproducen las subjetividades-.
Durante siglos, a la mujer se la ha presentado socialmente como un sujeto monolítico y sin historia. Lo que conlleva a la supresión de las heterogeneidades materiales e históricas de las vidas de las mujeres en concreto. Tal como señala Mohanty (2008) “las vidas de las mujeres no son idénticas, pero son comparables” (p. 25). Por esto se plantea la necesidad de formas de movilización, organización y concientización transnacional que podrían sentar las bases de una política solidaria de género.
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[1] Doctora en Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de Cuyo, Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de San Juan, Diplomada en Ciencias Sociales con mención en Género y Políticas Públicas por el Programa Regional de Formación en Género y Políticas Públicas con la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Especialista en Epistemologías del Sur por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales y el Centro de Estudos Sociais de la Universidade de Coimbra, Magíster en Políticas Sociales en la Universidad de San Juan, Especialista en Políticas Públicas y Justicia de Género por FLACSO Brasil. Actualmente es becaria posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas e investigadora del Instituto de Investigaciones Socioeconómicas de la Universidad Nacional de San Juan. Sus líneas de investigación son políticas públicas, estudios interdisciplinarios de género y análisis de discursos. Correo electrónico: tatianamariselpizarro@gmail.com
[2] Esto, en la actualidad, aún está plasmado con la existencia de escuetas licencias parentales que no tienen entre sus fundamentos la posibilidad de que los varones deban cuidar a sus hijos/as desde el nacimiento, sino sólo por un periodo esporádico y transitorio.
[3] Los géneros son constructos sociales; por ende, no se puede circunscribirlos al binarismo de mujer/hombre. Pero, a los propósitos de este artículo, sólo nos referiremos a este binomio, ya que nos ceñimos a las desigualdades generadas por las características otorgadas social y culturalmente a estos géneros.
[4] “La división público-privado es una dimensión clave en la conceptualización de las principales estructuras que contribuyen a mantener y reproducir la desigualdad de género, tales como la organización del trabajo, la intimidad y la ciudadanía. Estas estructuras interconectadas están formadas por normas, valores, instituciones y organizaciones que reproducen la desigualdad de género en cada una de estas tres esferas” (Verloo y Lombardo, 2007: 28).
[5] Para realizar esta afirmación, nos apoyamos en la postura de Kate Millet, quien planteó en su obra Política sexual (1969) que “lo personal es político”, al referirse a la política como un cúmulo de estrategias que también pretende mantener un sistema de dominación patriarcal en ámbitos “privados” como la familia y la sexualidad. Asimismo, eso personal alude a movilizar a las mujeres en colectivo al trasladar lo privado al ámbito de público interés en términos de luchas.
[6] En referencia a esto, Marcela Lagarde señala que “el mundo contemporáneo se caracteriza por una organización social de géneros y por una cultura sexista que expresa y recrea la opresión de las mujeres y de todas las personas que son diferentes del paradigma social, cultural y político de lo masculino. Se caracteriza, asimismo, por un sistema político, público y privado, de dominio de hombres sobre mujeres” (1996, p. 410)
[7] En la Argentina, la participación de las mujeres en las cúpulas empresariales es del 15% (Perfil, 2019).
[8] En el primer semestre de 2018, el 37% de las personas de la población urbana cubierta por la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), vivían en hogares donde se identifica a una mujer como la jefa de hogar. Sin embargo, esas personas representaban casi 41% en los hogares que se encontraban debajo de la línea de pobreza. El porcentaje de personas debajo de la línea de pobreza en hogares con jefa mujer era de casi 30% mientras que en los hogares donde se identifica a un hombre como jefe ese porcentaje era de alrededor de 26%”. (González Rozada, M., 2019)
[9] En la década del 2000 surgió el creciente interés por redefinir el concepto de populismo, a propósito de Hugo Chávez en Venezuela, Néstor Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador; debate que se reafirma al analizar las propuestas políticas y económicas de estos gobiernos, y su proximidad a los modelos históricos llamados populistas por su discurso, por la defensa de la soberanía nacional, por las nacionalizaciones propuestas, por su orientación izquierdista y oposición a la política neoliberal” (Cf. Susanne, 2007, en Romero Bueno, G., 2012, p. 122).
[10] Autores como Neufeld y Campanini (1996) explicarán que, en este marco de implementación de aparatos asistenciales, también se darán formas de dominación mediante relaciones de tipo clientelares. Esto tendrá como consecuencia mayor desigualdad social, lo que incrementarán las situaciones de pobreza (Aguiló, JC; Neri, L; Rubio, R; Lobos, N, 2011, p. 5)
[11] La Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer -CEDAW fue aprobada el 18 de diciembre de 1979 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, y suscripta por la República Argentina el 17 de julio de 1980.
[12] El concepto de interseccionalidad fue acuñado por Kimberlé Williams Crenshaw en 1995, pero es un término que surgió en el feminismo norteamericano en los ’70. Creshaw (1989) la define como “un sistema complejo de estructuras de opresión que son múltiples y simultáneas”.
[13] “La división público-privado es una dimensión clave en la conceptualización de las principales estructuras que contribuyen a mantener y reproducir la desigualdad de género, tales como la organización del trabajo, la intimidad y la ciudadanía. Estas estructuras interconectadas están formadas por normas, valores, instituciones y organizaciones que reproducen la desigualdad de género en cada una de estas tres esferas” (Verloo y Lombardo 2007, 28).
[14] Esta afirmación se basa en la postura de Kate Millet, que plantea en su obra Política sexual (1969) que “lo personal es político”, al referirse a la política como un cúmulo de estrategias que también pretende mantener un sistema de dominación patriarcal en ámbitos «privados» como la familia y la sexualidad. Asimismo, eso personal alude a movilizar a las mujeres en colectivo al trasladar lo privado al ámbito de público interés en términos de luchas.
[15] Texto completo de la ley en http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/100000-104999/102726/norma.htm
[16] Por el artículo 1° del Decreto N°1451/2006 B.O. 23/10/2006 se prorroga la vigencia de esta ley hasta el 30 de abril de 2007.
[17] En el inicio del gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) el 21,5% de la población estaba desempleada; mientras que de quienes tenían empleo, un 49,2% no realizaba aportes. Asimismo, la cobertura previsional rondaba el 60%; es decir, el 40% de la población adulta mayor estaba desprotegida (Anses, 2010).
[18] Es necesario aclarar que la previsión social es una unidad básica y fundamental en la seguridad social. Es posible acceder a esta última mediante el financiamiento por vía contributiva con los aportes de los/as asalariados/as del mercado formal –aunque también puede ser una combinación de aportes de trabajadores/as, empleadores/as y el mismo Estado-.
[19] En este sentido, la Ley 26.222 de Libre Opción del Régimen Jubilatorio sancionada en 2007, que permitió el traspaso de afiliados del Régimen de Capitalización al Régimen de Reparto, significó un aumento de cerca de 2 millones de aportantes al sistema público. Posteriormente, con la creación del SIPA en 2008 a través de la Ley 26.425, los dos regímenes previsionales vigentes hasta el momento (Capitalización y Reparto) se unificaron en un solo régimen público de reparto, que cuenta con más de 8 millones de aportantes (Observatorio para la igualdad social, 2011, p.12).
[20] Es oportuno mencionar que ese fondo no se utilizó inmediatamente, sino que fue destinado al pago de prestaciones futuras. Para contrarrestar la posible pérdida de su valor, fue necesario que se invirtiese. Ante esto, se presenta la siguiente situación, que no será abordada en esta investigación, pero es necesario explicitarlo: “La transferencia de las cuentas de capitalización al Fondo de Garantía, con los riesgos ya señalados, facilitaría una mayor inversión en títulos de deuda y proyectos públicos, que ayudarían a enfrentar el déficit fiscal en momentos de baja liquidez y en víspera de pagos sustanciales de la deuda nacional” (Mesa-Lago, 2009, p. 22)
[21] Texto completo de la ley en http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/230000-234999/234847/norma.htm
[22] Se entiende como trabajador/a autónomo/a a aquel/la sujeto/a considerado/a como tal por la Ley 24.241 y sus modificatorias.
[23] El plan de regularización podía contar con 60 cuotas. A partir de la primera cuota vigente desde el otorgamiento de la prestación, las restantes les eran descontadas del haber jubilatorio.
[24] Puede leerse el texto completo en http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/260000-264999/263691/norma.htm
[25] Como ya mencionamos, el PIP permitió universalizar el acceso a la seguridad social con una cobertura de casi el 100% de las mujeres mayores de 60 años y hombres mayores de 65 años (Indec, 2015).
[26] Aportes formales incompletos o ausencia de éstos, o bien aportes completos, pero personas menores de 65 años